Hoy estuve al borde de explotar. Es increíble cómo una simple acción de otra persona (casi siempre un tremendo idiota), nos puede cambiar radicalmente el humor.
Tranquilidad es lo que menos se respira en esta ciudad, si es que se puede llegar a respirar algo que no este contaminado, en todo sentido, en todas sus clases (del agua, del aire, del suelo, acústico y visual).
Vivimos apurados, acelerados, alterados, estresados, encerrados en nuestro propio mundo, pero eso tiene que tener un límite, ahí donde comienzan los derechos del otro.
Vivimos agrediéndonos entre nosotros, consciente o inconscientemente. Desde la persona que escucha música sin auriculares en el transporte público; el que se hace el dormido cuando debería ceder el asiento ante una mujer embarazada, una persona mayor o un discapacitado; quien no cede el paso a los peatones; quien no utiliza las luces para señalizar y avisar la acción que va a llevar a cabo con el auto; quienes utilizan la bocina en exceso y en situaciones donde no se debe; quienes tiran basura en las calles, por más que haya un tacho de basura en casi todas las esquinas y por más que los haya no es excusa para ensuciar; quienes no respetan los semáforos (en el conurbano y por la noche está permitido, salvo que quieran que les roben); quienes mantienen empleados en negro; quienes compran algo sabiendo que es robado, solo por el hecho de que les sale más barato; quienes pelean y hasta matan por seguir diferentes colores o ideologías políticas, y así podría escribir todo un libro.
Seguro que a vos que estás leyendo esto se te vienen recuerdos a la cabeza y hasta se te ocurren muchos más ejemplos, no? Así estamos, así vivimos y no es para nada saludable.
Cada vez son menos las personas que dicen "Buenos días", "Por Favor" y "Gracias"; cada vez son más las personas que agreden verbalmente, como así también cada vez son más los insultos disponibles. Siempre es preferible un insulto antes que seguir acumulando, porque tampoco nos vamos a dejar atropellar siempre por los demás. Hasta que nos damos cuenta que tenemos un límite, que no siempre nos animamos a decir lo que pensamos. ¿Me vas a decir que nunca quisiste gritarle a tu jefe como seguramente alguna vez lo hizo con vos? No por respeto, porque determinadas personas se merecen unos cuantos insultos, sino por el miedo a perder el trabajo y no poder conseguir otro pronto.
Vivimos con miedo, a que nos roben y lo que es peor que nos maten por sacarnos lo poco que tenemos o que le pase a uno de nuestros seres queridos. Somos de un país donde la justicia además de ser ciega es injusto y es solo para unos pocos. Vivimos preocupados con no llegar a fin de mes con el sueldo, pasamos 11 meses esperando las deseadas vacaciones para escapar, para irnos lo más lejos de esta ciudad. Para viajar a la costa, salvo en Enero que es lo mismo que estar en la Capital, pero con arena y mar. Personalmente en verano prefiero ir para la cordillera, alguna ciudad cerca de la montaña, donde solo se escuchen a los animales, donde el aire se pueda disfrutar con total tranquilidad (en los pulmones y en la piel), ver como aparece y se esconde la luna entre las montañas. Si se puede hasta nos subimos a un avión para salir del país, al menos por unas semanas, cuando en nuestro territorio hay miles de lugares hermosos por descubrir, y aunque duela hay que volver.
Ya se perdió el romanticismo, ya somos minoría los que creemos en el amor, en que todo puede cambiar y volver a ser como antes, como cuentan los que hoy son ancianos. Se viaja más por trabajo que por placer y mucho menos por amor.
Los políticos nos mienten, las empresas nos estafan y ahí quedamos nosotros, en el medio de una guerra de intereses, de poderes y el único poder que tenemos es el voto, hasta ahí.
Vivimos a las corridas, de cada al trabajo, luego a la facultad y/o al gimnasio (o viceversa), ni hablar de los que tienen familia y corren más para que los chicos no lleguen tarden a clases ni ellos a la oficina. En el camino chocamos, nos pisamos y tropezamos con nuestros pares. Cada uno luchando por nuestros intereses, pensando en nuestros problemas, cuidando lo que tenemos (sea poco o mucho, la mayoría nos rompemos el lomo para tenerlo, y a veces con un solo trabajo no alcanza). Nos corre el reloj, el tiempo pasa, los horarios hay que cumplirlos, los vencimientos nos recuerdan que tenemos deudas que pagar, los plazos de entrega en el trabajo y/o en la facultad, y aún así vivimos mirando para atrás, cuando ya es hora de mirar para adelante. Caminar por la calle, pararse en una esquina en pleno centro en un día laboral y observar: que 8 de cada 10 personas tienen el celular en la mano, ya sea mandando mensajes, hablando o escuchando música. Y es muy probable que las otras dos no tengan teléfono. Oímos sin escuchar, miramos, pero no vemos y sobrevivimos sin vivir.
Creo que las cosas pueden cambiar, pero para eso tenemos que cambiar nosotros e ir contagiando al resto, porque nadie es un completo ejemplo a seguir, pero todos tenemos algo bueno, por más mínimo que sea...
Escrito en Mayo de 2015 por Flavia A. Moar